Era uno de los días del bipolar otoño, pero hacía tanto frío como si las abultadas y oscuras nubes destinadas a la sierra hubiesen quedado prisioneras en el firmamento costeño y, en represalia, azotaban a toda Lima con vientos gélidos capaces de embravecer hasta al mismo océano. Era uno de los días del bipolar otoño y justamente en una de las playas de la capital, que al parecer no era acariciada por la selectiva modernidad, se hallaba, sobre pedazos de cartón que lo protegían de la escurridiza arena, un maduro mendigo ennegrecido como si hubiera escapado de algún incendio y apenas abrigado por una casaca y una gorra que habían perdido color por la suciedad. Podría decirse fácilmente que se trataba de un pobre loco que se escapó del Larco Herrera, pero aquel hombre de hirsuta cabellera y barba no pegaba alaridos como una bestia salvaje ni tampoco escupía frases al azar pese a que sostenía con una mano una botella de plástico transparente que contenía alcohol isopropílico; su segunda gran adicción.
El espumoso mar parecía reprocharle con violencia por la vía de escape que había elegido ante las dificultades de la vida y la brisa daba la impresión de carcomer sus débiles huesos como la herrumbre al hierro, pero él no hacía ni decía nada; simplemente permanecía impasible observando fijamente el punto en que el litoral se une con el cielo al mismo tiempo que recordaba los únicos momentos en los que era feliz junto a su consorte y sus agraciados hijos, cuando su trabajo era bueno y, sobre todo, aunque triste, cuando lo echó todo al garete gracias a la ludopatía que no solo le hizo perder grandes cantidades de dinero en apuestas, sino también a su familia que no tuvo piedad al abandonarlo dejándole la casa completamente vacía, sin siquiera con una foto familiar como recuerdo. Quizá el amor que le tenían a aquel pobre hombre no era tan verdadero como el que sentía él hacia los suyos, pero lo único que le importaba y le dolía hasta los tuétanos del alma, era el hecho de quedarse absolutamente solo.
Continuaba el mendigo evocando esos pasajes de su vida y llorando por las consecuencias de sus malas decisiones, hasta que repentinamente sintió que una nariz húmeda tocó una de sus manos. Asustado, se volvió para saber de quién se trataba y se topó con un perrito negro, sucio, casi pelado y lleno de llagas producto de la sarna, el cual había sido atraído por el mal olor que provenía del hombre que llevaba varios meses sin bañarse. Molesto porque el animal no cesaba de olfatearle como a uno de los suyos, el vagabundo lo ahuyentó haciendo sonidos con su boca y simulando tener una piedra en la mano; sin embargo, pronto cayó en la cuenta de que era un animal de raza que seguramente tenía tiempo perdido y al instante comenzó a hacer todo lo contrario; llamándolo para tenerlo de nuevo junto a él, mas no exactamente para ayudarlo a volver a su hogar.
El plan que el mendigo empezaba a armar en su cabeza era el siguiente: Si una deuda en el casino le había hecho perder la mayoría de sus cosas y, en consecuencia, a su familia; el hecho de llevarles un perro cuya raza está muy valorizada en el mercado haría que se le devolviera todo lo embargado y así él podría recuperar a su esposa y a sus hijos. Entonces actuó en función a ello; por lo tanto, cargó cuidadosamente al animal y se dirigió a la casa de juegos de colorida fachada cuya dirección apenas recordó por culpa de las continuas ingestas de alcohol isopropílico. Ingresó a empellones a pesar de la resistencia del personal de seguridad y, afortunadamente, encontró a los caballeros con los que perdió la última vez, rodeados de gente en la ruleta, a punto de iniciar una apuesta. Caminó hacia ellos rápidamente y pese a que todo el mundo lo miraba con desdén y desconcierto, se identificó para que lo reconocieran y les exigió en voz alta que se le fuera devuelto todo lo que se le quitó a cambio del can de raza que sostenía en sus brazos.
Los caballeros y las demás personas que escucharon su exigencia se echaron a reír a carcajadas al ver al perro carachoso ofrecido y, sin intentar negociar con el mendigo, pidieron al personal de seguridad que por favor lo echaran del casino a patadas junto al animal. Así lo hicieron y humillaron a los inoportunos visitantes, quienes en silencio y con vergüenza retornaron a la playa desolada de donde no debieron haber salido para cometer tremendo disparate. Por suerte, los pedazos de cartón todavía seguían intactos y tibios sobre la arena, entonces el pobre hombre se sentó sobre ellos, colocó al can a su costado y tras beber un sorbo de aquel licor barato y venenoso con la mirada fija en el punto de unión entre el mar y el cielo, rompió en llanto porque la única esperanza de recuperar a su familia se había marchitado y eso significaba que pasaría el resto de sus días completamente solo, más que nunca.
No obstante, de pronto sintió que el perrito, como si hubiera leído sus emociones, se le estaba acercando moviendo alegremente la cola y trataba de ser abrazado por el pobre hombre, quien en un primer momento solo miraba sorprendido la acción del can. Intentó contenerlo, pero el animal pudo más y empezó a lamerle con ternura la sucia cara, diciéndole en el idioma del amor que a pesar de que ambos eran un par de almas solitarias, a partir de entonces ninguno de ellos debía sentirse solo porque él estaba dispuesto a quedarse hasta el final. No se sabe si el mendigo comprendió con exactitud lo que se le decía, pero abrazó con fuerza a su nuevo amigo como solo lo hacen los seres faltos de amor y sonrió como en muchos años no lo había hecho; con lágrimas de alegría.
Autor: Ariel Dom Trus