Eran ya las 10:00 am del viernes cuando Joseph se levantó y, como alma que lleva el demonio, se aseó, se vistió, desayunó y se preparó para llevar a cabo lo que parecían ser sus actividades diarias de adolescente de quince años.
Sus padres lo miraban de manera extraña, ya que él nunca había amanecido con tanta energía ni con tanto ahínco como aquel día, y entre murmullos llegaron a la hipótesis de que tramaba algo. Sí, estaban en lo correcto, Joseph Ortega tenía un plan, pero este no consistía en salir a jugar una partida matutina de fútbol con sus amigos del barrio, ni mucho menos coger el libro de Matemática para repasar lo que la maestra señaló que vendría en el examen que tomaría al reanudarse las clases. La idea del jovencito de contextura delgada era considerada por él mismo como «brillante» y «extrema», siendo esta última cualidad lo que le causaba mayor emoción.
Así que, armado de coraje, de unos viejos botines y de su teléfono celular; tomó a su perro Coronel, un labrador de dos años de edad y de energía aparentemente inagotable, y tras un confiado «Ya vengo», se dirigió a su destino. Cuando apenas dobló la esquina, divisó a lo lejos a las peñas siendo azotadas por la furia del mar, lo que encendió la adrenalina en todo su cuerpo y, en un acto de aplacar cualquier síntoma de miedo, le dijo a su mejor amigo: —Mira, Coronel, la gran aventura nos espera.
Al terminar de ver por unos minutos el espectáculo de las olas, Joseph y su mascota continuaron el largo recorrido hacia la colina de arena que conduce a la «boca del Diablo», un conjunto de riscos y acantilados que se caracterizan por la inaccesibilidad de la mayoría de ellos; pues presentan una superficie resbalosa. Es preciso decir que el adolescente de quince años conocía todos los riesgos que conllevaba realizar dicha excursión, pero sentía que debía hacerlo para probarse a sí mismo y a sus compañeros de clase que él era valiente y no el «mariquita», apodo que se ganó al no participar en las atrocidades que realizaban sus similares.
Luego de caminar varias cuadras, por fin el joven aventurero y su mascota llegaron a la colina de arena y cascajo que los separaba de la gloria. Sí, evidentemente esta se veía mucho más grande y empinada que desde la altura de su casa, pero el muchacho tenía que hacerlo, pues no había caminado diez bloques para rendirse ahora; además, era solo una loma.
Entonces, animado por el hecho de que estaba a punto de cumplir su reto, Joseph y Coronel comenzaron a subir rápidamente por un camino de tierra que precariamente había sido trazado por antiguos exploradores y los viejos pescadores. Sin embargo, a medida que iban adquiriendo altura, al jovencito de contextura delgada le estaban acosando los temores de resbalarse en el cascajo y desfigurarse en el acto, lo que lo llevó a mirar abajo frecuentemente y, al darse cuenta de cuánto había avanzado, comenzó a sentir vértigo, por lo que decidió desistir.
Ya caída la noche, acostado en su cama y sumergido en sus pensamientos, Joseph se torturaba psicológicamente; pues estaba seguro de que lo que había hecho en la mañana era un acto de cobardía. —¡Pero si serás estúpido Joseph! ¿Cómo pudiste rendirte a la mitad del camino? ¿Acaso será esa la manera en la que podrás callar a los otros? Si sigues así de miedoso, lo único que harás es reafirmar tu título de «mariquita» ¡Cuánto me odio! —se decía el adolescente con cólera mientras se jalaba los cabellos y pateaba las frazadas hasta quedarse completamente dormido.
A la mañana siguiente, manteniendo el mismo entusiasmo que el día anterior, Joseph y su fiel amigo partieron nuevamente hacia la «boca del Diablo» para cumplir el reto de una vez por todas. Sí, esta vez el jovencito de contextura delgada estaba convencido de que lo iba a lograr y tal era su fuerza de voluntad que ya casi había conseguido alcanzar la cima. —¡Muy bien, Coronel, ya casi llegamos!, ¡Vamos con todo! —exclamó excitado, pues ya no faltaba nada para llegar a los acantilados. Sin embargo, los aires de victoria que empezaba a respirar el muchacho pronto se desvanecieron, pues desde la cúspide de la colina, este se dio cuenta que no continuaban los riscos; sino, otra loma igual de grande y empinada, la cual debía bordear para finalmente arribar al sitio esperado (claro, si es que no hubiera otro monte que lo impidiese).
Ante otro obstáculo semejante y con los ánimos hecho cenizas, Joseph concibió el pensamiento de que lo que estaba haciendo era inútil, puesto que había hecho un gran esfuerzo al recaudar valor para llegar a lo alto de la primera colina, el cual a la larga no sirvió de mucho. —Vámonos, Coronel, ya olvidémonos de esta locura. —le dijo el adolescente a su mascota con un tono frustrado, mientras el cánido aún movía la cola y sacaba la lengua. Acto seguido, ambos descendieron del monte con el debido cuidado y partieron de vuelta a casa como dos soldados retornando de una guerra que ya daban por perdida.
Al anochecer, cuando el reloj de su habitación ya marcaba las 11:00 pm, Joseph se acostó en su cama y volvió a sumergirse en sus pensamientos; sin embargo, en esa ocasión no se mostraba colérico consigo mismo; sino, triste por la dificultad elevada que presentaba el reto que él mismo se había propuesto. —¿Ahora qué voy a hacer? ¿Qué le mostraré a mis compañeros cuando vuelva a clases? Seguirán pensando que soy un «mariquita» —decía el adolescente de tan solo quince años para sus adentros mientras otra preocupación comenzaba a asaltarlo. —¡Mierda! ¡Lo había olvidado! ¡Marcia! Si no hago el reto del acantilado ¿Cómo podré sorprenderla? Otros chicos le contarán sus viajes, paseos y aventuras, y yo no puedo quedarme atrás, tengo que hacer algo o si no seguiré siendo invisible para ella. —pensó el muchacho mortificado, suspirando al proyectar la imagen de la chica de sueños en su mente.
Al día siguiente, cuando los rayos del sol traspasaban la ventana de su cuarto e iluminaban su rostro, Joseph despertó rápidamente y dijo lo siguiente sin parpadear: —Hoy llego a la “boca del Diablo” sí o sí. —se levantó con mucho más entusiasmo que los dos días previos y terminando de hacer sus primeras actividades (asearse, vestirse y desayunar), preparó sus implementos y a su compañero para partir por tercera vez a los acantilados, asegurándose de que dicho intento sería el definitivo.
Joseph recorrió junto a Coronel las diez cuadras de manera serena y cuando llegó al pie de la primera colina, sacó de su bolsillo sus audífonos, se los colocó en los oídos y lo conectó a su celular, para luego reproducir la canción que más le gusta y así poder adquirir mayor valor para escalar las dos lomas. Efectivamente eso fue lo que sucedió, ya que en menos de media hora el adolescente de quince años y su perro ya habían logrado, aunque con pequeñas dificultades, atravesar los dos obstáculos.
Al llegar a la “boca del Diablo”, Joseph quedó bastante sorprendido no solo al calcular lo profunda y atroz que podría resultar una caída por los acantilados, ni al escuchar los rugidos de las olas que golpeaban los peñascos; sino, lo que llamó su atención de forma alarmante fueron las numerosas cruces y pequeñas casitas blancas ubicadas en diferentes partes de los abismos y peñas, las cuales le daban al lugar el aspecto de un cementerio abandonado. —Ven aquí, Coronel, no te alejes mucho que podrías resbalar. —le advirtió el muchacho a su mascota, el cual caminaba olfateando la arena.
Después de apreciar el mar de tonos azulinos que se revelaba ante sus ojos y de sentirse contento por cumplir su reto, el adolescente de quince años detuvo la reproducción de su canción favorita y encendió la cámara de su celular para fotografiar y grabar el panorama. —Hola amigos, adivinen en dónde me encuentro. Sí, este es un lugar muy peligroso donde solo acuden los más arriesgados; estoy en la “boca del Diablo”, sitio que cuenta con muchos acantilados y peñas afiladas ¡Acompáñenme en esta aventura! —presentó Joseph mientras se filmaba.
Acto seguido, cogió de la correa a su perro y se acercó lentamente al borde de un abismo para enfocar su profundidad. Paulatinamente, dirigió la cámara de su celular hacia las cruces y casitas, la cuales sumaban nueve en total. —¿Ven esas cruces? Son de las personas que seguramente se resbalaron o se suicidaron aquí ¡Qué miedo! ¿Verdad? Pues fíjense que iré hacia aquella cruz que está en la cima del barranco más alto para que vean que no soy el “mariquita”, cabrones. —mencionó con un tono desafiante y se aproximó a dicho espacio, donde tuvo que dejar de grabar mientras subía con su fiel amigo para evitar sufrir algún tipo de accidente, puesto que el camino era casi inaccesible y al mínimo resbalo podía terminar devorado por el mar y triturado por las rocas.
Cuando llegó a dicho lugar, el muchacho retomó la grabación, enfocando desde una cierta distancia la cruz de madera que se erigía en el cenit. Conforme se iba acercando, Joseph se dio cuenta que dicha figura tenía un nombre escrito en el centro, el cual se dispuso a leer en voz alta para que saliera en el video “Amanda Martínez, 2012”. Ni bien apenas terminó, un viento frío empezó a soplar de manera fuerte, haciendo que pequeñas piedras se deslicen por la arena hacia el precipicio y provocándole escalofríos al adolescente. —Bueno, al parecer esta cruz fue puesta en honor a una mujer que seguramente se resbaló o se quitó la vida por motivos desconocidos, aunque me atrevería a decir que fue por un conflicto sentimental, ustedes saben, las mujeres en su tristeza son capaces de hacer cualquier estupidez —comentó el muchacho irónicamente.
Posteriormente, Joseph se echó boca abajo sobre el borde de dicho acantilado y de ese modo continuó filmando, quedando sumamente sorprendido al notar la enorme profundidad que tenía el abismo con respecto a los otros. —¡Madre Santa! ¿Pero qué es esto? La verdad que hay que ser bien valientes para aventarse por aquí; esto debe tener veinte metros de profundidad o algo más. Miren aquellos riscos y al mar cómo los golpea, quienquiera que se haya matado acá debió haber fallecido totalmente desmembrado e irreconocible. —mencionó el joven de contextura delgada sin salir de su asombro. No obstante, mientras se encontraba grabando, una voz femenina proveniente de la sima le susurró: —Ven.
Al escuchar lo que parecía ser una psicofonía, la piel del muchacho se estremeció y este se incorporó en un santiamén, girando la cabeza y la cámara por todos lados en busca de la autora de dicho llamado. —¿Oyeron lo mismo que yo? No sé si lograron percatarse, pero hace unos segundos escuché perfectamente que alguien me dijo “ven”. —manifestó el adolescente frente al lente de su celular, para luego volver a buscar a la persona que debió haberle jugado una broma pesada.
Luego de inspeccionar los alrededores con la mirada por varios minutos y sintiendo al temor correr por sus venas, Joseph determinó que era momento de concluir su grabación y salir de aquel solitario lugar. —Ya está empezando a hacer más frío por aquí, así que lo mejor será retirarme. Espero que este video de mi aventura los sorprenda bastante y los reto a venir aquí, a ver si son lo suficientemente valientes para lograrlo. Ya los estaré viendo nuevamente en el colegio ¡Hasta la próxima, cabrones! —se despidió el muchacho de manera desafiante, ocultando el miedo que comenzaba a invadirlo por dentro.
Apenas detuvo la filmación y guardó su celular, el joven de contextura delgada emprendió el retorno hacia su casa junto a Coronel, el cual continuaba olfateando la arena dorada como si algo se ocultara bajo ella. Cuando arribó, ni siquiera se sentó un momento a descansar, sino que se dirigió a la habitación de estudio para encender la computadora y editar de una vez el gran video que había realizado. Conectó su celular a la computadora y abrió el programa de edición para luego importar el archivo e iniciar su revisión, mas cuando observó la parte en la que enfocaba a la cruz de la difunta Amanda Martínez, quedó completamente helado al presenciar, al lado de esta, una especie de sombra tenue que tenía la silueta de un ser humano que, para más señas, pertenecía a la de una mujer.
—¡¿Pero de dónde salió esto?! —se preguntó el adolescente en voz alta, pues estaba completamente seguro y había comprobado varias veces que en la «boca del Diablo» no había nadie más que él y su perro. —¿Acaso fue esta la entidad que me llamó cuando yo estaba filmando el abismo? —se atrevió a pensar con mucha preocupación mientras las manos comenzaban a sudarle. No obstante, cuando se disponía a retroceder el video para tratar de encontrar en las imágenes alguna explicación lógica, fue interrumpido por la voz cálida de su madre, quien lo llamaba para almorzar.
Ya en la madrugada, después del primer sueño, Joseph se levantó de su cama, se colocó los zapatos a oscuras y salió de su habitación para dirigirse al baño; una urgencia lo acosaba. Caminó un poco somnoliento por el pasadizo y al llegar a la puerta palpó la pared del lado izquierdo en busca del interruptor. Encendió la luz, cerró la puerta, levantó la tapa del inodoro y se dispuso a orinar tranquilamente. Al culminar, jaló la palanca del retrete, apagó el fluorescente y salió bostezando para volver a los brazos cálidos de su lecho; sin embargo, lo que vio a pocos pasos de su cuarto le quitó el sueño de manera abrupta, puesto que la luz de su recámara se encontraba encendida y él recordaba claramente no haberla dejado así.
Pensando que se trataba de un error de su memoria, el adolescente decidió no prestarle atención al asunto, así que abrió la puerta de su cuarto y lo que se reveló ante sus cansados ojos lo llevó a recordar lo que había encontrado inexplicablemente en su video. Sí, se trataba de aquella sombra femenina y misteriosa, la cual se encontraba de pie ante Joseph, provocándole escalofríos. Asustado, el muchacho cerró los ojos por un instante y al abrirlos nuevamente se sorprendió al no hallar dicha presencia. Se dirigió presurosamente hacia su cama, se cubrió completamente con las frazadas y decidió dormir con la luz prendida, temeroso de que aquella aparición volviese a manifestarse.
Una vez dormido, el joven comenzó a soñar que se encontraba nuevamente en la «boca del Diablo» junto con su perro, el cual miraba detenidamente la cruz del cenit del barranco más alto. —¿Qué sucede, Coronel? ¿Quieres ir allá? —le inquirió el adolescente mientras lo observaba un poco extrañado. Entonces, para complacer a su fiel amigo, Joseph lo tomó de su correa y juntos subieron a dicho acantilado, mas cuando arribaron, este se dio cuenta que aquella cruz le pertenecía a Amanda Martínez, nombre que lo llevó a recordar dicha sombra femenina que se había aparecido ante él en dos oportunidades.
—Creo que no es buena idea estar aquí, Coronel, vámonos. —mencionó el muchacho asustado, jalando la correa del animal para emprender el retorno; sin embargo, este se mantuvo firme, mirando detenidamente el abismo como si el mar lo hubiese hipnotizado. —¡Camina cabrón, hay que irnos! —insistía el adolescente, pero el perro seguía quieto con la mirada perdida en los riscos del precipicio. —¿Qué tanto ves que no me haces caso? —le preguntó Joseph fastidiado mientras se ponía de rodillas y apoyaba la palma de sus manos en el borde para tratar de descubrir en la sima el motivo de la distracción de su mascota.
A simple vista, el joven solo observaba a las olas golpear los peñascos con violencia, pero al permanecer así durante varios minutos, escuchó otra vez aquella voz femenina y suave que le decía: —Ven. Joseph levantó la cabeza y comenzó a buscar con la vista a la dueña de dicho llamado tierno y siniestro, pero una vez más no encontró a nadie. Para más inri, Coronel empezó a ladrarle desesperadamente al abismo, sin despegar los ojos de él, haciendo que el muchacho vuelva a concentrarse en el precipicio. —¿Qué te pasa, Coronel?, ¿A quién ladras? —inquirió el adolescente al no comprender nada mientras el miedo devoraba su calma.
—¡Ven! —volvió a decir la voz desconocida con un tono elevado, haciéndose cada vez más repetitiva. —¿Quién eres y por qué me estás llamando? —le preguntó el joven de contextura delgada, aturdido por la psicofonía y los ladridos de su mascota. Si bien no tuvo respuesta alguna, Joseph, en su lugar, comenzó a sentir vértigo mientras observaba el fondo, amén de perturbarse más porque la voz iba volviéndose cada vez más grave y la forma en la que se escuchaba era digna de una pesadilla.
El muchacho despertó bastante agitado y empapado en sudor. Se sentó sobre su cama y debido al resplandor tenue que se reflejaba en su ventana, supo que eran alrededor de las seis o siete de la mañana. No obstante, las cosas que llamaron pronto su atención se definían en tres puntos.
Primero; el olor a mar en el ambiente era bastante intenso, incluso más que en los días en que el océano solía estar movido. Segundo; la luz de su habitación estaba apagada cuando él la había dejado prendida para poder dormir tranquilamente. El adolescente hubiera querido pensar que el fluorescente se había quemado, pero en realidad dicha postura caía en la improbabilidad, dado que su padre lo había cambiado hace apenas una semana. Finalmente, el tercer lugar lo ocupaba un acontecimiento que, entre todos los ya mencionados anteriormente, era el que le causaba mayor inquietud: Coronel, su perro, se encontraba ladrando de la misma forma y con la misma desesperación que en su sueño.
Joseph se levantó de su cama, se colocó los zapatos y salió de su habitación concibiendo la hipótesis de que su mascota se encontraba ladrando desde hace un buen rato y fueron aquellos sonidos los que se infiltraron en su pesadilla; no obstante, pronto aquella suposición quedó completamente descartada al ver que su fiel amigo le estaba gruñendo a algo o a alguien que se hallaba aparentemente detrás de la puerta que conduce a la calle. —¡Shhh! cálmate, Coronel ¿A quién le estás ladrando tan fuerte? Vas a despertar a mis padres. —trató de apaciguarlo el muchacho, quien decidió abrir la puerta y averiguar si en verdad había alguien afuera. El resultado no solo fue negativo, sino que a pesar de ver con sus propios ojos que en realidad ninguna entidad se asomaba por los alrededores, Coronel continuaba ladrando como si estuviera ante una amenaza.
Aquella situación sumada a la pesadilla del adolescente, hizo que este se mantenga pensativo durante la mayor parte del día, pues no quiso salir a distraerse con sus amigos ni jugar en la computadora como era costumbre. Sus padres, al detectar dicho repentino cambio en él, le preguntaron si se encontraba bien, a lo que Joseph respondía de manera afirmativa, pero no muy convincente.
Durante la noche, cerca a la hora de acostarse, el muchacho decidió suspender su sesión rutinaria de pensamientos existencialistas para dedicarse a dormir plenamente. Sin embargo, lo que menos esperaba era soñar que nuevamente se encontraba en la «boca del Diablo», específicamente, en el barranco más alto en donde se erigía la tan mencionada cruz de Amanda Martínez. Allí, el adolescente no se mostraba inquieto por oír al mar golpear con más violencia que nunca los riscos, ni por estar completamente solo; sino que lo que empezaba a desesperarlo era el sonido lúgubre de su perro llorando, el cual se escuchaba por los alrededores sin saberse de dónde exactamente provenía.
—¡Coronel! ¡Coronel! ¡¿Dónde estás?! —llamaba Joseph en voz alta mientras los aullidos de su mascota se hacían cada vez más fuertes. —¡¡Coronel!! ¡¡Vuelve aquí amigo!! —repitió el joven con tristeza, sin obtener contestación alguna. Entonces, al no encontrar rastros de su fiel amigo, el adolescente de quince años se sentó sobre una piedra grande y redonda, derrotado, pensando en lo que le diría a sus padres debido a su desaparición. No obstante, asaltado repentinamente por la intuición, el muchacho decidió acercarse al borde del acantilado temerosamente, pensando que el llanto de su animal provenía del fondo.
Efectivamente así fue, pues cuando Joseph agachó la mirada al precipicio, pudo escuchar claramente los aullidos desesperados de su perro, mas lo que observó inmediatamente después lo aterró completamente, a tal punto que lo hizo despertar de un brinco, ya que lo que se había revelado ante sus ojos era un océano teñido en sangre.
Alarmado, el joven de contextura delgada se levantó y salió raudamente de su recámara en busca de su perro, al cual abrazaría con todo su amor y con todas sus fuerzas debido al pánico que le dio al haberlo perdido en su reciente pesadilla. Sin embargo, por más que lo buscó y lo llamó, Coronel no se encontraba en la casa. Otra vez el adolescente de quince años hubiera querido pensar que su mascota pasó la noche en la calle, pero aquello resultaba imposible porque desde que era un cachorro su familia lo acostumbró al ambiente del hogar. Joseph estaba horrorizado y con un rosario de nudos en la garganta.
Así que, a pesar de que apenas eran las cuatro de la mañana y con el cerebro atrofiado de pensamientos, el muchacho abrió la puerta de la calle y totalmente decidido partió en busca de su mascota hacia el lugar de sus pesadillas: «la boca del Diablo». Es preciso destacar que tanta era su desesperación que sus temores de atravesar las dos colinas de arena se desvanecieron entre los granos dorados que se deslizaban hacia los abismos por culpa de sus pisadas, permitiéndole llegar al conjunto de acantilados raudamente.
Siguiendo la misma secuencia de su sueño, el adolescente de quince años se dirigió hacia el barranco más alto, en cuyo borde se asomaría para constatar si en realidad su perro se había lanzado por aquel abismo. Cuando llegó y se aproximó al filo de este, escuchó clara y tristemente el llanto de Coronel, el cual sí se había aventado al vacío.
El muchacho, destrozado, comenzó a llorar desconsoladamente y cayó de rodillas sobre la arena, deseando retroceder el tiempo y no haber llegado nunca a tal sitio infernal. Ahogado en su tristeza, poco después el joven se puso de pie en la orilla del acantilado, agachó la mirada y oyó de pronto dicha voz femenina y suave que le decía repetidas veces: —Ven. Joseph Ortega cerró los ojos y en una sobredosis depresiva que lo hacía inmune a la razón, se aventó a las olas del mar, las cuales ferozmente lo empujaron hacia las piedras filosas de las peñas, garantizándole una muerte lenta, sangrienta y dolorosa.
Escrito por Ariel Dom Trus